
(Extraído de "Los mil días de la irresponsabilidad")

- Vamos a ver como lo hará este señor y su gobierno, agregó mi padre con cierto enojo, cerrando el mismo el tema que había planteado y que nadie había querido asumir.

En mi hogar hasta los asuntos domésticos se convertían en una empresa destinada al fracaso. Los adultos deambulaban por la casa con el piloto automático encendido y bastaba la más pequeña chispa para que la estantería familiar se viniera al piso de manera estruendosa. Al parecer nos gobernaban unos maquinistas enajenados quienes le echaban más carbón a la caldera con el fin de llegar lo más rápido a una estación que ni ellos mismos conocían, sin importar la seguridad de los pasajeros.
Afuera, en la ciudad, se sentían los vientos de cambio. Bastaba con ojear la prensa para caer en cuenta que la inocencia se había perdido para siempre. La gente exponía sus opiniones a viva voz y con firmeza. Unos a favor y otros en contra de no sé qué. Mis cortos años no me servían para percibir lo que se venía incubando.
Afuera, en la ciudad, se sentían los vientos de cambio. Bastaba con ojear la prensa para caer en cuenta que la inocencia se había perdido para siempre. La gente exponía sus opiniones a viva voz y con firmeza. Unos a favor y otros en contra de no sé qué. Mis cortos años no me servían para percibir lo que se venía incubando.



Y comenzó la debacle. Mi padre, que en ese entonces era propietario de un taxibus, se plegó al Paro de Octubre. Todas las noches debíamos ir a revisar el vehículo que se encontraba junto a muchos otros cientos en un sitio abandonado en la comuna de San Miguel y pagar por adelantado su custodia. Lo acompañé a cuanta reunión dirigencial hubiera. Por todos lados se sentían gritos y se observaban peleas entre los adversarios. Incluso asistimos a concentraciones en contra del gobierno de la U.P.
- !Upeliento maricón, come mierda por güe'on¡
- !Allende, escucha... ándate a la chucha¡
Las consignas las gritabamos a todo pulmón. Aunque en realidad yo lo hacía porque era la primera vez que podía decir groserías a voz en cuello frente a mi padre, sin que éste me reconviniera severamente. Es más, hasta me alentaba a decirlas.

- !Upeliento maricón, come mierda por güe'on¡
- !Allende, escucha... ándate a la chucha¡
Las consignas las gritabamos a todo pulmón. Aunque en realidad yo lo hacía porque era la primera vez que podía decir groserías a voz en cuello frente a mi padre, sin que éste me reconviniera severamente. Es más, hasta me alentaba a decirlas.

- !Hijo despierta¡. !Cayó Allende¡. Mi padre me despertó una mañana de septiembre del año 1973. Los ojos le brillaban como nunca. Subimos al techo de nuestra casa y observamos como los aviones Hocker Hunter maniobraban por entre las nubes. A lo lejos se divisiba una humareda. Por la radio nos enteramos que el Palacio de la Moneda estaba siendo bombardeado. Sin perder tiempo y henchido de felicidad, mi padre me ordenó que lo acompañara de compras. Al salir nos encontramos con uno de los vecinos "parias" que escuchaba la radio de su vieja camioneta. Se enviaban mensajes para todos los trabajadores instándolos a no abandonar sus puestos de trabajo y defender sus derechos y al gobierno. Nuestro vecino apenas alcanzó a despedirse y aceleró su vehículo perdiéndose por entre las calles semidesiertas. Mi padre sólo sonrió socarronamente.

Llegamos a la vega de Franklin y mi padre comenzó a comprar provisiones como para unas semanas. Los locatarios y el escaso público que se encontraba en ese lugar no hablaban de otra cosa.
- !Ahora lo quiero ver a este desgraciado¡
- !Ahora lo quiero ver a este desgraciado¡
- ! De ésta sí que no se escapa¡
- !Ya estaba bueno de tanto abuso¡
Mientras adquiríamos los víveres, le comenté extrañado a mi padre que no habíamos hecho una larga fila para comprarlos. Además que todos lo que escaseaba los días anteriores se encontraba ahora al alcance de la mano. Mi viejo sintió mi mirada inquisitiva de preadolescente, me la sostuvo por algunos segundos para luego desviarla y conversar con el primero que se le cruzó por delante.
Demás está decir que al vecino de la vieja camioneta no lo vimos nunca más. Luego de unas horas, la mayoría de los vecinos embanderaron todas sus casas. Me llamó la atención que mi padre no quisiera hacerlo. Muchos años después recordé la mirada que le dediqué esa mañana de septiembre y entendí perfectamente la razón de su negativa a enarbolar el pabellón patrio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario