sábado, 15 de agosto de 2009

La Paila

A Samuel le precedía su fama, en especial desde que adquirió un auto propio. Frente a sus amigos se jactaba denominando al vehículo como "la paila".
-¿Por qué?, preguntaban socarronamente sus amigos.
- Porque la mujer que sube a mi cacharro esta "frita", respondía riendo con todo su cuerpo.
La pandilla amplificaba la imagen de Samuel por todo el vecindario:
-Es un monstruo con las mujeres.
-Se "ha comido" a todas las lolas que ha deseado.
-Ahora que compró un "tocomocho" nada lo detiene.
Beatriz no creía en imágenes de cartón. Luego de haber puesto en su lugar, cachetada mediante, a Carlos, por atreverse a decir públicamente que ella estaba interesada en su persona (nada más falso, ya que la bella joven, de un sólo papirote, lo había devuelto a la realidad) pensaba poner orden a tanto machismo imperante. Era el turno de Samuel. Era hora que alguien le revelara unas cuantas verdades a ese insolente seductor de pacotilla.
La cita no se hizo esperar. Era un jueves en la noche y Beatriz subía mansamente al carro de Samuel. Deambularon por República, La Alameda, Providencia y Pedro de Valdivia. La conversación era trivial y aburrida. Samuel estacionó su juguete con ruedas en una oscura calle.
-Es el momento, se dijo a sí misma Beatriz.
-Pasa al asiento trasero, dijo Samuel, con un tono de voz que imitaba malamante a un seductor.
La joven cambió de asiento y se aprestó para darle la lección de su vida al farsante.
-Ya verás si esta chatarra se sigue llamando la "paila". ¿"Así que estoy frita"? ¿Vas a comerme al igual que las otras?, pensaba con ira la damisela, mientras se acomodaba en el asiento. -Ponme un dedo encima y verás lo que te espera.
En ese momento unas finas manos de metal con unos terminales de tenazas aparecieron de las sombras y desvistieron en segundos a la mujer. Acto seguido, tanto el asiento posterior como el resto de la cabina se convirtieron en metal y de unas diminutas troneras fueron lanzadas salsas, aceites, ajo molido y cebollines picados, para finalmente subir la tempertura de las planchas a un calor insoportable.
Beatriz, al borde del pánico supremo, del dolor insoportable y la muerte inminente, observó cómo Samuel la miraba con ojos lascivos tras la ventanilla, al tiempo que sus manos empuñaban firmemente un cuchillo y un tenedor, regalo de su piadosa madre, que ya en paz descansaba en la corriente sanguínea de su hijo único.

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