miércoles, 20 de enero de 2010

La alegría que nunca llegó...

Ese domingo me dirigía a la casa del Toto Miguez, sintiendo que el peso de la noche, paradojalmente a pleno día, hacía sentir sus insondables pasos. La inquietud, traducida en un dolor de estómago, no me había abandonado desde que dejé la cama esa mañana. El cuarto de pollo con papas fritas y las frutillas ya eran, a esas alturas, un bolo que que no alimentaba, más bien laceraba mis paredes intestinales.
Toto me recibió con su acostumbrado ceño fruncido y me advirtió que no hablara de la soga en la casa del ahorcado, en abierta alusión al inminente triunfo del candidato de la derecha pospinochetista y la consecuente pesadumbre de su núcleo familiar. Los rostros de aparente calma sólo presagiaban la debacle. Los tacos preparados con maestría y amor por la esposa del dueño de casa, apenas mitigaban el aciago momento.
Nos enteramos por la televisión de lo que, hasta ahora, era el rumbo que ya estaba trazado por los dioses, que no era otra cosa que el triunfo del abanderado conservador. Cuando estaban por comenzar los discursos conciliadores y las palmaditas aparentemente de perdonavidas en la espalda, fue cuando ocurrió...
Toto, su esposa, un amigo y yo no dábamos crédito a lo que nuestros ojos percibían. Las arrugas desaparecían, la piel se tornaba tersa, las incipientes canas se volvían negras azabaches y la energía perdida volvía en gloría y majestad. Miramos a la calle y sentimos las sirenas policiales y el hedor de los gases lacrimógenos penetró el departamento. No cabían dudas. El largo, medroso , tutelado y aburrido sueño de veinte años concluía y el despertar era aterrador. Los otros no habían ganado, ni nosotros habíamos recuperado nada. Las hojas del calendario permanecían intactas e inamovibles.
Los cuatro comprendimos en el acto. Cargamos nuestras mochilas con bolsas de sal, limones y una ardiente paciencia y salimos a la calle. El lugar que ya no abandonaríamos jamás.

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