Ocurrió
hace varios años atrás.
Mi hijo
mayor cursaba el tercer año de secundaria y el menor despuntaba en la preadolescencia.
Las visitas de ambos a Santiago eran recurrentes, en especial en plena
canícula. Las salidas al cine, museos interactivos y tocatas callejeras daban
un sabor inigualable a las vacaciones, sin embargo, lo que ellos valoraban
sobremanera eran las salidas a las piscinas de la Región Metropolitana.
La que
visitábamos con frecuencia, en ese entonces, era la alberca del Parque
O'Higgins. Centro de diversión de la clase proletaria de la urbe capitalina.
Almorzábamos con prontitud y dirigíamos nuestros raudos pasos hacia ese
populoso lugar, intentando capear el implacable calor que atontaba los sentidos
de los ya atribulados habitantes de esta caótica ciudad.
Al
ingresar al recinto, nuestro único objetivo era zambullirnos en las
refrescantes y, aún diáfanas aguas, de la pileta. Por razones estrictamente
higiénicas, visitábamos el recinto solo los martes. Los días lunes permanecía
cerrado y el líquido elemento era tratado con desconocidos desinfectantes, para
que el resto de la semana los infantes, y otros inconscientes, lo emporcaran
con sus non santos fluidos corporales.
Nadábamos
en el lugar en que la profundidad de la piscina era mayor, ya que el resto se
encontraba atestada de gente que únicamente chapoteaba y jugaba, porque todavía
no habían dominado el oscuro arte del nado sincronizado. En ese preciso
momento, una despampanante mujer desfiló frente a nuestros atónitos ojos.
Seguimos con avidez, sus provocativas curvas, su breve cintura y su hermoso
derriere. Debo hacer notar que en este tipo de recintos, las jóvenes féminas,
en especial la que se encuentran en edad de merecer, escapan con largueza al
ideal de belleza, a saber, prominentes abdómenes, grandes y desproporcionados senos,
culos eternamente alicaídos y muslos semejantes a perniles de cerdos, todo lo
anterior resultado de tanto consumo indiscriminado de comida chatarra e ingesta
de alcohol de dudosa calidad. La calidad de vida ofrecida por el sistema imperante en el país les dejaba escasas opciones.
Tratando
de conseguir una mejor vista de esta inusual visión, mis hijos y yo seguimos a
hurtadillas a la beldad y contemplamos cómo se zambullía en las celestes aguas.
José Manuel, que en esa época era de espíritu más arrojado, debido a su corta
edad, se ofreció como carne de cañón y realizar una inspección ocular. Al
volver de su acuática misión su mirada delataba un grado de confusión. - ¿Qué
pasó? ¿Era más rica de cerca?-,inquirió Felipe, mi adolescente hijo, cuyas
hormonas ya trabajaban a toda su capacidad. - No sé, había algo extraño en
ella…-, fue la escueta respuesta de J.M.
Mi
curiosidad venció a la prudencia y nadé en dirección a la mujer, intrigado por
las palabras de uno de mis hijos. A una peligrosa distancia la observé a mis
anchas y lo comprendí todo. Felipe, motivado por la inusual acción de su padre,
también se acercó y, al verla, quedó inmóvil como torre de ajedrez. Ambos
regresamos apesadumbrados, emulando a esas ovejas que van por lana y vuelven
tristemente trasquilados. Era hora de retirarnos y silenciosamente nos vestimos
en el camarín. Ya en camino, J.M. no
aguantó más e inquirió una respuesta plausible.
-Hijo-, dije con tristeza de tango, - no era una "ella", era un "él". Pero, si tenía buen culo y tetas ricas-, expresó con decepción mi preadolescente hijo. El resto del viaje la conversación se centró en términos tales como androginia, transexualidad, bisexualidad y todo concepto que llegó a la mente de Felipe, quien hacía gala de sus recientes lecturas. Una vez que acabó la tortuosa conversación, mis hijos y yo nos miramos a los ojos y, sabiendo que nuestra virilidad quedaba intacta y con la mayor sinceridad posible, concluimos que esa sirena era, por lejos, la criatura más hermosa que habíamos visto en la piscina ese acalorado día de enero.
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