Su debut no pudo ser más auspicioso. Bajó por la escalera de caracol al salón principal del café El Círculo y de inmediato capturó la atención de todos los parroquianos del lugar. Sus escandalosas curvas, su prominente derriere y la sensual belleza exótica de su rostro, conformaban un diabólico cóctel. De inmediato, las ventas del negocio subieron como la espuma y se convirtió en la prima donna de los cincuentones que pululaban el antro.
Las tímidas, pero lascivas miradas, los infantiles regalos y las generosas propinas comenzaron a dañar su espíritu. Se creyó la novia de la boda y, en consonancia con aquello, se dio ínfulas de diva, observando a sus compañeras de trabajo por sobre su torneado hombro y escogiendo con pinzas a los clientes que gozarían con su compañía. A los afortunados solo les permitía mirar, jamás tocar y, cuando su humor se lo permitía, cruzar algunas palabras.
El tiempo transcurría de manera monótona y ella ya no recordaba desde cuando se encontraba trabajando en el café. Días, semanas, años... El tedio y su creciente vanidad, minaban su carácter y se volvía insoportable para las otras ninfas. Fue entonces cuando ocurrió. Descendió, provocativamente, como cada día, la escalera de caracol y se encontró de sopetón con una mujer, que si no la tuviera frente a sus ojos, daría la impresión que se miraba en un espejo. El mismo talle, diminuto vestido y mirada tentadora, salvo un tatuaje de Asmodeo en el antebrazo izquierdo.
La otra se posesionó de inmediato del lugar, arrebatándole miradas y clientes. La estrategia era simple. Atender a cada uno como si fuera la persona más especial del lugar. Intentó imitarla, sin embargo, su naturaleza torcida hacia la petulancia le impedía tal propósito. Extrajo con desesperación una carta que creyó infalible. Recordó, de cafeterías anteriores, el protocolo del minuto feliz. Le enseñó su prominente busto desnudo a quien quisiera, pero los parroquianos ya habían cedido ante el preferencial trato de la socias.
Fue en ese instante que la bella logró comprender su sino. El último parroquiano que atendería en esa vida, la esperaba con actitud displicente. Por vez primera, bajó las escaleras de caracol un piso más abajo de lo acostumbrado. Este acababa en el amplísimo y exclusivo sótano del café. Asumiendo que la elevada temperatura de la catacumba inexplorada por ella, desdibujaría el maquillaje de su rostro, que le había costado una enormidad diseñarlo para esa singular cita con ese peculiar cliente, dirigió sus temblorosos pasos, ya entregada a su suerte.
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