miércoles, 13 de febrero de 2019

Crónica de un buceo inesperado.


El viernes 18 de enero del año 2019 quedará marcado a fuego como uno de los días maravillosos de mi vida…

Había ahorrado mis buenos pesos durante el año 2018 y me regalé unas vacaciones en Cartagena, Colombia. Nada de andarse con pequeñeces. Veranear con estilo y en un balneario top del Caribe. A Yolanda se le iluminó una bellísima sonrisa en su rostro cuando se enteró de la invitación y la buena nueva. Contamos con impaciencia los días y los preparativos duraron hasta el día anterior al vuelo.

Luego de una parada en Bogotá y un breve viaje aéreo, nos encontrábamos en una de las ciudades más onderas que he conocido… Cartagena de Indias. Me ahorraré las vicisitudes de los días de asueto, ya que entraré de inmediato en materia.

Contratamos un tour a una de las numerosas islas que posee esa hermosa costa. Ya su nombre evocaba ensoñación. La Isla del Encanto. Nos embarcamos y, luego de un viaje de no más de una hora, arribamos a un lugar de maravilla. Mar de color turquesa, arenas blancas, clima tropical y una vegetación que explota en verde por doquier.

El tour cubría todo… casi todo. Nos ofrecieron tres actividades simultáneas anexas al pago. Una visita a un espléndido espectáculo de delfines y tiburones gato, un buceo en corales de la isla y ya el tercero se me escapa, porque la segunda opción acaparó toda mi atención. Convenimos con Yolanda y ella se decidió por el show acuático. Por nada del mundo me secundaría en mi aventura submarina. Sus pies en tierra firme y no se hable más del asunto. 

A las 11.30 hrs., llamaron a los aspirantes a hombres y mujeres – ranas. Nos facilitaron aletas y, al probármelas, un sentimiento de leve angustia me atrapó por unos segundos. Yo soy un hombre de escritorio y de sala de clases. Actividades que se ubican en las antípodas del intrépido aventurero de los mares en que me quería convertir. Más aún, cuando mis compañeros ocasionales de inmersión no pasaban de los cuarenta años y se aspectaban duchos en la materia. La breve inducción acerca de la técnica del snorquel que nos aplicaron solo acrecentó mis temores incipientes.

Abordamos la espaciosa lancha y el monitor nos informa que la actividad se realizaría mar adentro. Mi corazón ya se me salía por la boca. Pero… ya estaba aquí… y me repetía un mantra que paliaba en parte mi sensación de fragilidad: “Uno se arrepiente más de lo que no hizo, que de lo que realmente llevó a cabo”.


Nos detuvimos en algún lugar de ese inmenso Mar Caribe (la isla apenas se divisaba en lontananza). – Muy bien muchachos ¡Aletas puestas, máscaras bien sujetas y al agua!, dijo el monitor.                                               Me senté en el borde, mirando el líquido elemento que estaba más oscuro que nunca. Era el último momento de arrepentimiento que me quedaba. Salté al vacío, cual suicida entregado a su suerte. Emergí casi al instante y me aterré al verme en la superficie de esa masa de agua salada. Fue en ese momento en que el instructor nos da la orden de seguirlo e introducir la cabeza dentro del agua…


Fue un cambio radical. El fondo se iluminó como por encanto (al igual que el nombre de la isla) y mis ojos no darían crédito a lo que presenciaría durante la hora y diez minutos restantes. Eran corales interminables y de las formas más caprichosas e increíbles que había visto. Predominaba el color sepia y el azul paquete de vela y las profundidades iban desde los tres a los seis metros. Los peces solitarios, los bancos de peces y otras pequeñas criaturas marinas iban apareciendo como en un perfecto programa de variedades. Yo observaba toda esta maravilla desde arriba. Me daba la impresión de estar volando por el cielo y ser testigo de un Jardín del Edén acuático a mis pies. 

Ni siquiera el haber llegado a una fosa de veinte metros de profundidad me amilanó. Ya se sabe que el sol ilumina hasta cierta profundidad y la boca negra que divisé me hizo recordar, por solo unos instantes esas cavernas plagadas de monstruos literarios y cinematográficos. Abordamos la embarcación, luego de la singular experiencia y enfilamos la proa hacia la isla. Al encontrarme con Yolanda a la hora del almuerzo, no me pude resistir. Lloré frente a ella casi como un niño por la emoción de una de las experiencias más maravillosas que he experimentado. Al verme, entendió que ameritaba mostrarme vulnerable y más humano que nunca.   

P.S. : Juro por todo los sempiternos dioses que las fotos que se adjuntan en este texto son verídicas y que el tipo con mascarilla y traje de baño azul soy yo. ¡Aunque usted, no lo crea! 

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