Corrían los últimos y complejos
años setenta del Chile Pinochetista. Ser adolescente de la timorata clase media
criolla, hijo de un admirador del dictador, estudiante de secundaria en un
colegio de momios y habitante vernáculo del Barrio Matadero – Franklin, me
asemejaban a un personaje de película clase B, cuya banda sonora es acometida por
unos instrumentistas saltimbanquis que tañen sus instrumentos al borde de una
cornisa (sin que nadie se entere, claro está).
Ya mis hormonas habían realizado su trabajo y,
a pesar de un comienzo titubeante, las féminas no eran ya unos seres angelicales imposibles de abordar. Marcelita era un metro y cincuenta y nueve de pura belleza y
energía. El reloj daba las 9.15 de la noche y nos encontrábamos besándonos
apasionadamente cerca del dintel de la puerta de su casa, ubicada en el Pasaje
San Alfonso. Las luminarias eran unas excelentes alcahuetas de nuestro idilio,
porque apenas alumbraban el lugar.
De un momento a otro, Marcelita
me lanzó hacia atrás y su respiración se detuvo. En la entrada al pasaje, que
topaba con la calle Enriqueta Figueroa, una intimidante figura se dibujó en las
sombras. Era un hombre de mediana estatura, que a medida que se acercaba
develaba sus formas. Un camisón blanco de tela gruesa, pantalón de idéntico color,
faja y botas de goma negra rústicas, chorreado de sangre, tanto el pecho como
las piernas y con un astil y cuchilla de hoja larga, cruzadas al cinto. Era el
padre de Marcelita, que laboraba de matarife en Lo Valledor, el gran lugar faenador
de animales que había absorbido a los sobrevivientes de la muerte del Matadero
– Franklin.
- ¡Marcela, pa’entro! espetó ese
proyecto de asesino serial, luego de dirigirme una mirada de odio que me
traspasó cual bala de gran impacto.
Cuando volví en mí, me encontré
solo y temblando de pies a cabeza en ese pasaje penumbroso y de pesadilla.
Corrí a refugiarme a mi casa, mientras el tiempo y la distancia se volvían
relativos. La desaforada carrera que inicié por la calle San Francisco, pasando
por el Pasaje Santa Ana y el viraje por Bío Bío eran semejantes a nanosegundos
de mi espinillera vida. Al tenderme en mi cama y calmarme, entendí que cerca me
encontré de ser destazado, cual res condenada a ser trozada sin ningún
miramiento.
Al día siguiente, mi papá me pidió
acompañarlo a comprar los insumos a la vega, ya que su Pensión Matadero así lo
requería. Caminábamos por la desaparecida calle explanada que recorría de
Arturo Prat a San Francisco. Íbamos pasando frente al desaparecido retén de
Carabineros, cuando diviso a Marcelita y su padre que se encontraban en
dirección de colisión contra nosotros. Un escalofrío me recorrió mi lomo vetado.
El hombre esta vez vestía de pulcro terno dominguero, muy alejado del tenebroso
atuendo de matarife de la noche anterior. Cuando Marcelita se dio cuenta que
era yo y viceversa, un pacto inmediato surgió de nuestros lenguajes corporales.
Yo no te conozco. Además de encomendarse a todos los dioses del universo y que
las penumbras y la escasa luz eléctrica de la peligrosa experiencia pasada
hubieran hecho su trabajo, para que su padre no me reconociera.
Nuestros pasos nos acercaban cada
vez más. La tensión ya era insoportable, cuando de improviso surge la magia…
-¡Don Tito! ¿Cuánto tiempo sin
verlo! Dijo el padre de Marcelita. Con una voz bonachona, absolutamente fuera
de programa.
- ¡Carlitos! Pero si ya ni te
distingo. ¿Y esta señorita? ¿Es tu hija?, añadió mi papá.
- ¡Sí! Es Marcela. Y el joven,
¿es su hijo?
Lo que siguió fue digno de la más
infame puesta en práctica del concepto hipocresía. Saludé a Carlos con un
apretón de manos, intentando adivinar en su mirada si aún me reconocía y expresando
el saludo más frío que me había salido hasta le fecha, hacia Marcelita. Ya
desembarazado de esa agonía, continuamos el recorrido con mi papá. No pude
dejar de fantasear con ese momento. Al padre de Marcelita, que nunca supo que
había saludado al sátiro que intentó abordar a su pobre e inocente hija la otra
noche. Por otro lado, a mi progenitor que no bailaba muy bien el ritmo de ese
barrio y que ni se enteró que su hijo, quien estaba destinado, según él, a ser
príncipe sin jamás merecerlo, pololeaba con la hija de un matarife.
…. Como les explico…(lo intentaré al modo del Matadero – Franklin). Mi viejo se fue a la tumba siendo siempre un levantado de raja. Y yo, un habitante que tenía los días contados en ese barrio bravo, pero no para ejercer un principado esquivo cuando abandonara ese mítico lugar, sino para ser un picado a choro del puerto, que nunca pudo ser.
…. Como les explico…(lo intentaré al modo del Matadero – Franklin). Mi viejo se fue a la tumba siendo siempre un levantado de raja. Y yo, un habitante que tenía los días contados en ese barrio bravo, pero no para ejercer un principado esquivo cuando abandonara ese mítico lugar, sino para ser un picado a choro del puerto, que nunca pudo ser.
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