viernes, 1 de diciembre de 2023

El Teletrak de Matías Cousiño 134





Lo último que recuerdo
es que estaba yo corriendo hacia la puerta.
Tenía que encontrar el pasaje de regreso
al lugar donde estaba antes.
Tranquilo, dijo el guardia de la noche,
estamos programados para recibir.
Puedes cancelar tu reserva cuando quieras,
pero no podrás irte nunca.

                                   Hotel California, Eagles.


Totilas se encontraba en el límite de su aguante y venciendo todos sus miedos, guardados en lo más profundo de su persona, ingresó por vez primera al Teletrak de la calle Matías Cousiño en busca de un sanitario. Mientras se colaba subrepticiamente al lugar, maldijo su mala suerte. Había gastado sus últimos pesos en unas cervezas de dudosa calidad, tal vez para mitigar la frustración que invadía todos sus poros. El dueño del mini - market, en donde trabajó de dependiente por largos veinte años, lo había dejado de patitas en la calle sin más motivo que la baja ostensible de las ventas. Sin embargo, él sabía la verdadera razón. Frisaba los 64 años. La artritis ya había realizado un silencioso trabajo en su cuerpo y no podía levantar cajas u otros objetos pesados, debido al lumbago.

Descargó su vejiga en el maloliente baño e intentó evitar el tarro de propinas, escapando a la mirada del aseador. Ya iba a traspasar el dintel de la puerta del lavabo cuando escuchó la voz aguardentosa del tipo de la limpieza

- ¡Amigazo, espere un momento!

Totilas se detuvo en seco. Un escalofrío corrió por su debilitada humanidad y temió que ese hombre le solicitara la propina y descubriera que no traía ningún maldito peso. Aparte de no poder justificar su presencia en ese lugar.

- ¿Le gustaría reemplazarme por unos días? Mi mujer se enfermó y tengo que cuidarla-. 

Quizás fue el azar... quizás... no.

Al día siguiente se encontraba barriendo los pegajosos pisos y lavando los pestilentes baños de ese garito que atraía almas en pena, las que vibraban solo cuando los caballos enfrentaban la tierra derecha en las pantallas. A pesar de ello, le invadía un extraño sentimiento de paz. A la semana se posicionó del lugar como el nuevo aseador, porque el antiguo no volvió más. Las lenguas sueltas comentaban que su esposa había fallecido y que él la seguía acompañando en su memoria, derrotado y en otros límites de existencia.

Tolilas, descubrió una pequeña salita en el tugurio, sin ventanas y de muros muy altos y derruidos. Se convirtió en su fortaleza de la soledad. A los dueños, tal sumisión y devoción y solo por unos escuálidos billetes les cayó del cielo. A los pocos meses, ni siquiera debía salir del lugar, ya que en la entrada del teletrak, unas añosas señoras le regalaban todas las noches lo sobrantes de la comida callejera que vendían a módicos precios, más por lástima que por cariño.

El tiempo transcurría a un ritmo distinto y distante de la urbe capitalina que se ubicaba fuera de esa esfera de apuestas. Los parroquianos, para Totilas, eran tan similares entre sí, que le daba la impresión de vivir en una reiteración eterna de cada día con la misma triste tripulación, sin ningún rumbo y con el tedio como capitán de corbeta. Mas, era su lugar preciado. ¡Al diablo con esos perdedores! La situación le calzaba como un guante, y, aunque pasaba casi desapercibido entre la gente, su trabajo no merecía reparos de la gerencia que todo lo observaba. 

Un domingo de Gran Premio de Potrancas, cuando cajeros y guardias del teletrak abrieron el lugar, un hedor insoportable y nada novedoso inundaba el lugar. Siguieron la huella del efluvio. Al penetrar al sucucho de Totilas, descubrieron su cuerpo inerte y una dulce e inexplicable sonrisa adornaba sus labios. Había encontrado su propio Walhalla y su energía ya ocupaba por completo ese báratro.

                                               FIN

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