Comenzó como un murmullo que arriba silente, tal como el viento del norte que ingresa a Santiago en otoño. Algunas mascotas perrunas de los nóveles habitantes de la comuna de Ñuñoa, entre ladrido y ladrido, habrían balbuceado algunas palabras en español. La noticia se esparció, primeramente, entre los condominios inaugurados hace algunos lustros atrás. Luego, por las Plazas Pucará, Guillermo Franke y el Parque Juan XXIII. Sin embargo, se comenzó a tomar razón cuando la leyenda urbana irrumpió en la Plaza Egaña y el Boulevard, colindante con el edificio consistorial. Vecinos comentaban a sus pares y a extraños las gracias de sus animales de compañía. Los habitantes de otras jurisdicciones reflexionaban para sí que escuchaban solo otra de las siúticas e insólitas excentricidades de estos picados a liberales.
Mas, le erraban fiero por esta única vez. Efectivamente, perros y gatos, por una inexplicable y misteriosa razón, habían comenzado a articular palabras sueltas, entre ladridos, maullidos y gruñidos. Comenzaron mencionando sus propios nombres humanos dados por los dueños: ¡Alberto! ¡Maricarmen! ¡Camilo! Luego, continuaron con sus peticiones básicas: ¡Paseo! ¡Comida! ¡Caca! Y continuaron con extraños vocablos, que solo y lamentablemente ahora poseen sentido: ¡Ari!¡Agnihotra! ¡Anityata!
Los jóvenes ñuñoínos, maravillados con ese impresionante poder de sus adoraciones peludas, no se dejaron tentar por inescrupulosos (según ellos) mercaderes del espectáculo circense y televisivo, aunque estos últimos, ofrecieran sumas suculentas de dinero por adquirir a sus preciosos y exponerlos para la entretención de las masas. Y los pocos que cedieron a la tentación, dieron la razón a estos idealistas de bolsillo, ya que las mascotas no articularon palabra alguna frente al respetable y fueron devueltas a sus dueños, que recibieron demandas y querellas al por mayor.
Continuaron conviviendo, alegremente, con sus mascotas. Hablándoles como si fueran personas, vistiéndolos como si fueran personas y amándolos como si fueran personas. Empero, la suerte ya estaba echada. La noche del 30 de abril del año en curso, la de Walpurgis, miles de perros y gatos dejaron atrás sus ancestrales diferencias y se congregaron en el vacío y oscuro Estadio Nacional. Repitieron como mantra las malditas palabras nuevamente: ¡Ari!¡Agnihotra!¡Anityata! Redirigieron su caminata de vuelta a sus moradas con una firme y terrible convicción. El hombre ñuñoíno y la mujer ñuñoína pagarían ahora y para siempre el haberlos esterilizado y privado de la cópula y la descendencia. Penetraron a sus domicilios gritando a todo pulmón: ¡Enemigo!¡ Sacrificio! ¡Muerte!
FIN
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