Hacer el ridículo y saber exactamente que se encuentra llevándolo a cabo, es una acción valiente, sana y altamente recomendable para el desarrollo personal. Lamentablemente, existen personas, familias, instituciones y hasta gobiernos que lo hacen en serio. Y lo que es peor. No se dan cuenta de ello.
Es el singular caso de Carlitos (se cambió el nombre para proteger a este inocente).
Carlitos nació en Santiago de Chile en los turbulentos años setentas. Su madre, de posición social acomodada, devota religiosa, conservadora y de derechas, respiró aliviada cuando la Junta Militar chilena, encabezada por el general Augusto Pinochet, puso fin, mediante un cruento golpe de estado, al gobierno del socialista Salvador Allende. Celebró la puesta en orden del país y se tragó, dulcemente, toda la visión de mundo impuesta, en especial lo que llegaba por televisión nacional.
Le cae la noche a la familia de Carlitos, ya que su padre los abandona por una veinteañera que le entregaba, lo que creía, no le daría ni en sueños su pacata esposa y como con su hijo nunca estableció un vínculo verdadero de padre, poco le importó dejarlo. Poseía mucho dinero para mantenerlos a la distancia y así su escasa conciencia quedaba en paz. Esperaba vivir la gran vida. Su madre, se rehízo del abandono más veloz de lo que esperaba y con los dineros que le llegaban mensualmente de su ex y con su experticia como decoradora de interiores, decide probar suerte en España con su hijo. Era el año de 1988 y la derrota del dictador en las urnas, debido a un plebiscito que le decía no a su continuidad, apuran tal decisión materna.
Ese giro drástico en la vida de Carlitos, ya convertido en un reciente estudiante egresado de la secundaria, le reportaría el más bizarro y sensacional futuro...
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