viernes, 5 de febrero de 2016

Sicario de mascotas (III parte)

La mencionada señora me entregó valiosa información que podría servirme en un futuro cercano. Además, ya me encontraba jugando el partido a fondo.

Realicé unas cuantas llamadas. verifiqué nombres y relacioné pistas. Con la satisfacción de una correcta investigación, me dirigí  a la casa de mi bella y exótica clienta. Al llegar, me recibió con talante ansioso (la había llamado previamente advirtiéndole de mi visita) y me presentó a su madre y a un extraño personaje, quien era el peluquero de la occisa mascota (me corrigió que la palabra correcta de su labor era de "esteticista")

Les informé que el asesinato de Almendra no era tal, ya que había fallecido a causa de un aborto mal ejecutado. Mi clienta rompió en llanto, mientras la madre y el afeminado esteticista se sorprendieron en un principio y luego me espetaron la posibilidad de que la perrita estuviera preñada era nula, ya que estaba recluída en su gran jardín y salía a pasear exclusivamente con la dueña o la madre de esta. Y ellas cuidaban que ningún pulgoso quiltro siquiera se acercara a su adorada y defenestrada mascota.

Les retruqué que el pulgoso perro poseía nombre... Arrabalero. Éste que había intentado por varios medios liberar a su gran amor. Estos caninos adorables habían consumado su relación, luego de increíbles posturas circenses. El problema era que los separaba una reja de jardín, sin embargo las mascotas lo habían logrado. Una vez preñada, Almendra y Arrabalero habían decidido escapar, para ello, un trabajador del aseo callejero los recogería y se los llevaría lejos. Y los culpables de todo, mi queridíma dama, dije con vehemencia, son su madre y este asqueroso esteticista.

El amujerado se me lanzó, uñas en ristre y directo a mi cara. De un solo mamporro en el mentón lo mandé directo a piso y sin escalas. La veterana madre intentó balbucear algo, sin embargo mi clienta no le dio oportunidad. Con los ojos vidriosos me extendió su bella mano. Se la estreché y en su palma se encontraba doblado el cheque que cubría, con creces, mis honorarios. Me susurró al oído que sospechaba de su madre y del maniquí. Sólo necesitaba pruebas concretas de un profesional.

Me despidió, sollozando, en el dintel de la puerta. Sentí deseos de abrazarla y consolarla, pero ocupé mi lugar en esta comedia negra. Las últimas luces del ocaso ya se desvanecían en lontananza y ya era hora de volver a mi cubículo y esperar que la vida no me siga gastando estas desagradables bromas.


                                                                       FIN

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