Fray Ernesto de la Coruña, que así se denominaba ahora, se embarcó, junto a varios hermanos franciscanos, en el Puerto de Sevilla, con la idea de educar y evangelizar a los aborígenes de esas tierras ignotas. Al desembarcar en Cartagena, fue recibido por el mismísimo Fray Martín de Valencia, el primer cura de la orden en arribar a ese lugar. Al poco tiempo, Ernesto descubrió que la misión espiritual que emprendía poseía escaso valor, porque el comercio salvaje, la trata de esclavos y los abusos más atroces se cometían en nombre de Dios y la corona española. Abandonó la Orden prontamente y se internó en la selva tropical, alejándose de esos inescrupulosos e insaciables hombres. Tras varios días de caminata, envejecía a una velocidad pasmosa. A punto de sucumbir aparecieron unos pequeños hombres que no solo le salvaron de convertirse en un nosferatu solitario, sino que lo acogieron, al comienzo con recelo y luego con precavida distancia. Eran los Arwac.
Ernesto, de mediana estatura, semejaba un gigante entre los Arwac. Y a pesar de la sabiduría acumulada por tantos siglos de vida a cuestas, erró el camino en un principio. Su vocación de eterno pedagogo lo llevó a intentar educar a esos hombrecillos de cráneos deformados a propósito, pero leyó mal el momento. Se encontraba en La Guajira, territorio de los Arwac que poseían un organización social matriarcal, cuyos logros, a la fecha, lo ubicaban entre los más desarrolladas de esas tierras mágicas. Manejaban conocimientos arquitectónicos avanzados, rendían respetuoso culto a sus muertos y sus piezas de alfarería y decoración polícromas eran de una belleza incomparable. Fue el mundo la revés. Los alumnos educando al profesor. Dejó a un lado su saber y bebió de esos hombres y mujeres cuanto pudo. Estos, reconocieron su condición vampírica y lo dejaron ser. Es más, le suministraron pequeñas dosis de miradas diarias para su subsistencia, ya que empatizaron con su inmortalidad trágica. Un humano que no puede trascender al mundo de los muertos y se le niegue la veneración de los que los sobreviven se les hacía un castigo cruel en extremo. En retrospectiva, fue la vida más feliz que experimentó. Era un volver a comenzar, a revivir, paradójicamente, con la muerte en vida. Aceptado, querido y reconocido en su bizarra existencia. Vivió más de dos siglos entre los Arwac, empero, su maldición recaería también sobre esos hombres y mujeres que estuvieron a un punto de lograr la perfección.
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