Nadie se enteró como realmente comenzó todo, pero ese año de 2035, el 3 de agosto para ser exactos, fue el comienzo del ocaso de la civilización humana tal como se la concebía hasta ese fatídico momento. Dorian, amante empedernido del cine, desde que lo descubrió en una concurrida feria parisina de ese alejado 1895, aunque siempre supo lo que se avecinaba, en esta ocasión quiso soñarla como un acto demencial de militares desquiciados tal como el Dr. Srangelove de Stanley Kubrick; tal vez a un error informático que ocurre en Punto límite de Sidney Lumet; al exceso de contaminación y superpoblación de Blade Runner de Ridley Scott, su film favorito o un virus creado por el hombre, al igual que sucede en Doce monos de Terry Gilliam. Sin embargo, la realidad extrañamente va de la mano de la ficción artística de anticipación y aquello Dorian lo aprendió a través de su tristeza perpetua. Las ojivas nucleares comenzaron a sobrevolar por toda la tierra y se convirtieron en oscuros heraldos que portaban la espantosa noticia que el poder, la soberbia, la ambición ilimitada y la ausencia de empatía son una mezcla explosiva devastadora. En solo horas, las principales ciudades del mundo fueron reducidas a su mínima expresión, causando una destrucción nunca antes vista por ojos humanos.
La muertes de hombres, mujeres, ancianos y niños se contaron por millones. Los más afortunados solo sentían un inmenso fogonazo para, posteriormente, desvanecerse en el aire. La gran mayoría perdía la vida de las maneras más abyectas posibles. Veían desmembrase sus extremidades, mientras sus ojos se salían de sus órbitas y su piel se desprendía a jirones. Todo ello en medio de insoportables dolores. A otros, los alcanzaba la nube radioactiva que iba cubriendo lentamente gran parte del planeta y se quemaban por dentro, ahogados en su sangre y bilis que vomitaban por sus deformadas bocas. Los que creían haber escapado de este infierno por habitar lugares remotos, los gases tóxicos los eliminaban lentamente, llagando sus cuerpos con terribles heridas. Su agonía se extendía por algunos días y fallecían en medio de atroces convulsiones.
Dorian, quien decidió permanecer en la ciudad de Santiago de Chile por ser el país más austral del mundo, predijo esta devastación décadas antes, pero su negra estrella le seguía acompañando y absolutamente nadie dio fe de sus vaticinios expuestos en sus clases. Se enteró que varios misiles habían hecho blanco en la mina de cobre de Chuquicamata y el Estrecho de Magallanes, objetivos que obedecían a la lógica de la supuestamente extinta Guerra Fría del siglo XX. Decidió esperar su derrotero, realizando una larga caminata al cerro Chacarillas. En vidas anteriores, aprendió el quechua y el mapudungun y deseó desaparecer poéticamente, ya que el apelativo del aquella cumbre capitalina significaba centinela y lugar de paz, respectivamente. Como ya creía saberlo todo se creyó convertido en un dios, no por una malentendida omnisciencia, sino que siempre estuvo en la tierra y aprendió que la vida es una rueda que gira sobre su eje de manera monótona y reiterativa. Mientras su piel ya comenzaba a desprenderse del resto de su cuerpo, uno de sus últimos pensamientos fue el recordar a aquel personaje de su película favorita, quien expresaba que todos sus recuerdos se esfumarían como una lágrima en la lluvia. Sin embargo, Dorian sabía en su interior que en su particular caso no era verdad, ya que retendría en detalle absolutamente toda su vida eterna, y, a pesar que la humanidad ya había malgastado todas sus oportunidades sobre el tercer planeta, algunas sabandijas lo revivirían para ser el único testigo del siguiente estadio que arribaría a la tierra y su triste periplo sempiterno lo mantendría como único testigo de los hechos venideros.
FIN
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