miércoles, 27 de febrero de 2008

La muerte que venía desde abajo


(Extraído de "Los tiempos del peligro solapado")


Actualmente es un tarea titánica hacer entender a nuestros hijos que existieron películas de terror, las cuales marcaron para siempre nuestras vidas. Los adelantos en los efectos especiales de los filmes de hoy, en especial la utilización de ordenadores que hacen posible casi cualquier ícono que el equipo realizador de Hollywood desee, hacen palidecer a aquellas cintas que presenciamos durante la década de los setenta.



Eramos adolescentes y corría el año de 1975. La sensación del momento era ir a ver la película "Tiburón" (Jaws). Teníamos motivos de sobra para celebrar, ya que a unos amigos y a mí, nuestros padres nos daban por vez primera permiso para ir al cine solos. Realizamos una fila interminable frente a los desaparecidos teatros Huérfanos - Central (hoy convertidos en una sede del Banco de Chile). Con la emoción de aquellos que se sienten en el umbral de la independencia, ingresamos a la oscura sala.


Comenzando la proyección se acabaron de un rudo golpe toda nuestras alegrías anteriores. Aclaro que hasta ese momento las cintas de terror que habíamos visto se circunscribían al espectro de la televisión chilena setentera, es decir, las de Boris Karloff, Lon Chaney Jr., Bela Lugosi y la época de oro de la Ci-Fi de los cincuenta. Todas ellas mostrando seres que no pertenecían a nuestro mundo cotidiano. Además no habíamos descubierto aún el terror sicológico de Hitchcock, ni el "gialo" de Mario Baba o Darío Argento. Es por ello que al ver aquella cinta tuvimos que reacomodar nuestra visión del miedo. Las tres razones poderosas fueron que durante una hora el tiburón no aparece en pantalla, pero sabíamos muy bien que se encontraba ahí bajo el agua, la música incidental inquietante que antecede la aparición de la bestia y el hecho de que el monstruo fuera esta vez un ser que podríamos encontrar perfectamente en nuestras costas.



El director manejaba a la perfección el suspenso. Primero propone un conflicto de intereses comerciales en un pequeña isla llamada "Amity". Como era temporada de verano, la aparición de un gran escualo que había devorado a una muchacha y, posteriormente a un niño, echaba por tierra las ganancias de los comerciantes del lugar. Estos desoyen los llamados del jefe de policía y abren las playas. Craso error. El monstruo cobra una nueva víctima. La muerte de un salvavidas en las fauces del pez, mostrada fugazmente en pantalla, sumados a los gritos desgarradores de la víctima al ser masticada salvajemente nos dejó sin aliento. Pero algo nos mantenía firmemente aferrados a la butaca.


Tres son los valientes encargados de matar al tiburón. Un oceanógrafo (Richard Dreyfuss), el capitán de policía (Roy Scheider) y un pescador "experto" en cazar escualos (Robert Shaw). La empresa les sobrepasa con largueza. Presenciamos por primera vez la espantosa y lenta muerte de un ser humano. El cazador es engullido por el gran blanco, pero esta vez se observan detalles. Luego de hacer zozobrar la embarcación, el satánico ser se avalanza sobre ésta y, al ladearla, el desafortunado hombre cae directamente en sus mandibulas, las cuales devoran cada parte del cuerpo, todo esto mientras la víctima se encuentra con vida. El terror nos mantenía paralizados.



El policía, en un acto de valentía suprema a nuestros inocentes ojos, derrota al leviatán introduciendo un tubo de oxígeno en su mandíbula para luego hacerlo estallar de un balazo de rifle, causando la muerte del feroz enemigo. Sin ningún complejo mis amigos y yo aplaudimos a rabiar, sin darnos cuenta que todos los espectadores se encontraban realizando lo mismo. Era un momento de catarsis. Sin embargo, ese verano fue uno de los peores que experimenté, ya que no pude bañarme en ninguna playa, río o piscina. La posible aparición de tan espantoso ser me atemorizaba.


Bastantes años después nos enteramos que la película se había realizado a pulso. Un joven llamado Spielberg tomó el proyecto porque lo desechó otro. La fabricación de animatronics estaba en ciernes, así que los tres modelos de tiburón que los técnicos habían fabricado fallaban a cada momento, más aún en la corrosiva agua del mar. Al ver las primeras tomas se dieron cuenta que el escualo era de una falsedad impresentable y el público se reiría a mandíbula batiente. El actor R. Dreyfus estuvo a punto de abandonar la filmación presintiendo un fracaso cinematográfico que haría época y el presupuesto se les acababa. Con todo ello en contra, ¿por qué nos espantó para siempre esta historia?



La solución fue un prodigio de inventiva en tiempos de crisis. Spielberg filmó en primer lugar todas las escenas en que no aparecía el tiburón, mientras éste era constantemente reparado. Al acabar esta tarea, sustituyeron la presencia real del animatronic con simulaciones, para que los espectadores sólo intuyeran que merodeaba por ahí. Por ejemplo, que la movimientos de la cámara hicieran las veces del movimiento del escualo o la aparición de la gran aleta del pez. Pero quedaba un gran problema por solucionar. La falta absoluta de verosimilitud del robot creado. Es ahí donde radica la maestría de la película. Encargaron a la experta en montajes Verna Fields la edición de las cintas y a John Williams la banda sonora. La señora Fields realizó un trabajo de joyería, ocultando absolutamente los graves defectos de movimiento del animatronic y Williams nos legó una melodía que forma parte de nuestro sound track imaginario. A ambos les fue otorgado el Oscar por sus respectivos trabajos.


Todos estos detalles que manejamos ahora, en aquella época ni siquiera ocupaban un mínimo espacio en nuestras crédulas mentes. Además, a nuestros padres, luego de habernos dado el permiso para asistir al cine, sólo les preocupaba que llegaramos pronto a casa, ya que el toque de queda comenzaba al anochecer.

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