domingo, 22 de junio de 2008

Tedio productivo

SENSUALIDAD DE ALTO RIESGO
EN EL METRO DE SANTIAGO

Era una mañana como cualquier otra en el tren metropolitano. Andenes y carros atestados de gente que demostraban prisa por llegar a un destino predeterminado por misteriosas fuerzas que dominaban en las sombras. Yo sólo era un peón más, un binario perfectamente programado y que calzaba de manera precisa en el gran ordenador. Fue entonces cuando las vi...

En un primer momento se mimetizaban con nosotros. Sin embargo, una de ellas, aprovechando que el tren se detenía más tiempo del normal, extrajo un lápiz labial de su bolso y comenzó a deslizarlo por sus labios, mientras se miraba en un diminuto espejo. Las ojos de los pasajeros no pudieron evitar captar en toda su plenitud aquel sublime y mágico momento. Era sólo el inicio. Su acompañante, coquetamente, comenzó a aplicar en sus mejillas una base de rubor con un pincel de abultados pelos. Las otrora mujeres masa, ahora semejaban dos maravillosos ángeles.


A la mañana siguiente otras jovencitas, aprovechando las cada vez más frecuentes detenciones de los carros y ya advertidas de nuestro vivo interés en observarlas, comenzaron a acicalarse de modo sensual. Fue así que los delineadores cumplían con la tarea de renacer bellos ojos femeninos y la paleta de rimel, dibujaba cual artista los rostros de nuestros objetos, a esas alturas, ya deseados. Cada una de ellas competía por nuestra atención total y se nos dificultaba optar por sólo una de ellas. El torneo se desató y alcanzó niveles inauditos. Cada día poseía su afán. Nosotros, absolutamente agradecidos, tomabamos palco para presenciar el encuentro de cada mañana.

Ellas, ya no contentas con motivar nuestra líbido, se enfrascaron en despertarnos el morbo y el terror. No sólo se aplicaban el maquillaje eróticamente, sino que además lo efectuaban con el tren en marcha, agregando un peligro inminente. Con el corazón en la boca, nosotros esperabamos que luego de una brusca detención, un lápiz labial fuera tragado por una dulce boca femenina o aún peor, que un delineador reventara el ojo de una de las bellas. El paroxismo ocurrió cuando una colegiala se sentó resueltamente en el piso. Buscó dentro de su mochila el bolso de pinturas y dio comienzo a la operación, mientras sostenía un pequeño dulce de paleta en sus labios. Demás está decir que si el maquinista hubiera recibido la orden de detención perentoria, la estudiante habría sido aplastada por los numerosos pasajeros que la rodeaban.

Traté de abstraerme de tal horrorosa situación y dirigí mi vista hacia otro lugar, lejos de esas endemoniadas mujeres. Confieso que no me agradó lo que descubrí. Dos muchachos intercambiaban aviesas miradas en las que creí descubrir el que sería el germen del torneo masculino que se avecinaba. Si prospera esa maldita idea (y creo que nada la detendrá) optaré por viajar definitivamente en las destartaladas micros viejas. Por lo menos, en ellas nadie desea probarle nada a nadie. Además me da escalofrío pensar cuando aquellos jóvenes, arrastrados por el insano deseo de vencer a cualquier precio, acaben portando filosas navajas y se afeiten en seco, usando los vidrios de las puertas correderas como improvisados espejos mientras los carros del Metro se desplazan por la capital.

martes, 10 de junio de 2008

UN OBJETO (in)DESEABLE

La primera pin up chilena

Si a Rosita González le hubieran anticipado que su pacífica existencia sufriría un vuelco tal que nunca volvería a ser la misma, habría meditado varias veces el hecho de aceptar la invitación a Viña del mar de su amiga aquella calurosa tarde de enero de 1970. Frisaba los treinta años en ese entonces. Olga trabajaba de asesora del hogar en una elegante casa de la Ciudad Jardín y ese fin de semana las coincidencias andaban estorbándose unas a otras. Los dueños de casa viajaban al extranjero y el marido de Rosita, que en ese tiempo las hacía de vendedor viajero, se ausentaría hasta el martes. El convite a su amiga de la capital no se hizo esperar y aquella tarde de viernes ambas comadres se daban un gran abrazo en el terminal de buses del elegante balneario.



Disfrutaron de un opíparo desayuno al día siguiente y, luego de probarse varios trajes de baño de la patrona de Olga, enfilaron rumbo hacia Reñaca, la playa de moda de aquella época. La idea original era asumir el rol de jóvenes damas de la alta sociedad y disfrutar inocentemente de la travesura. Al llegar al esclusivo balneario, Rosita se despojó de su solera y dejó al descubierto su hermosa y provocativa figura. Sus senos eréctiles y su exquisita pelvis se encontraban apenas cubiertas por un diminuto bañador. El cuadro se acentuaban con el color oro mate de su fina piel y la sensualidad de su facciones, rematadas por unos ojos negros que inquietaban. Los rostros denotando admiración de los hombres en derredor no se hicieron esperar. Rosita ya había experimentado esa experiencia antes. Sabía que el chileno es intrínsecamente voyerista e inofensivo, además de sentirse inferior ante un momumento femenino.

Sin embargo, ese mismo día un singular personaje se encontraba en Reñaca. Era un gringo que había decidido aceptar la invitación de unos amigos a pasar sus vacaciones en Chile. Al observar a Rosita perdió el aliento y decidió abordarla de inmediato. Usando a uno de sus acompañantes como intérprete se presentó ante ella y le explicó su repentino y vivo interés. Era Carl Barks, un prestigioso y señero dibujante de EEUU, que otrora le había dado vida durante casi cuarenta años al Pato Donald y su familia en un famoso comic, pero que había abandonado hace algún tiempo su tarea y se encontraba replanteándose su vida. Hubo que vencer variados obstáculos de entendimiento, pero al final Rosita se enteró que este anciano deseaba contratarla como modelo de pin up. Para ello, le cancelaría generosamente si posaba para él.


Más por una chiquillada, que por interés monetario (Barks le canceló en dólares), Rosita fue su modelo por un día. Hasta ese momento su vida consistía en atender a su marido, a quien en ese tiempo amaba mucho, trabajar en su casa de costurera y realizar las labores de casa. La idea de convertirse en una reina deseada por una vez la sedujo poderosamente. Barks realizó variados croquis de su figura y gastó al menos tres rollos fotográficos en ella. Rosita retornó a la capital y a su vida y durante un tiempo no se habló ni se supo más del asunto. Hasta que su confidente amiga de la Quinta Región la llamó para indicarle casi a gritos por el teléfono que comprara la última edición de la revista Play Boy, ya que en la biblioteca de su patrón descubrió que la bella aparecía en sus páginas interiores. Rosita ignoraba la existencia del sexista producto, pero luego de arduos esfuerzos dio con la revista en un quiosco de Providencia y constató que Barks la había dibujado en blanco y negro y completamente desnuda sobre unos inmensos almohadones.

El calor que sintió su cuerpo, mezcla de orgullo y placer, fue indiscriptible. Pero la cordura primó en ella y guardó bajo siete llaves la erótica publicación e intentó proseguir con su vida. Sólo quedó en el intento, ya que varios artistas del desnudo sugerente, enamorados de su figura, la visitaron en ese entonces. Se citó en secreto con cada uno de ellos. Así recorrieron su cuerpo con el lápiz y la plumilla, nombres de la talla de Dave Stevens, Fran Frazetta y George Petty, quienes supieron de la existencia de un pequeño país sudamericano sólo por contemplar, admirar y retratar a Rosita. Rechazó una a una las invitaciones a acompañarlos al país del norte. Rosita era una mujer fiel a su esposo.
Eran tiempos extremos. El gobierno de Allende daba evidentes muestras de deterioro y el desabastecimiento campeaba. Los honorarios de Rosita cancelados en verdes billetes servían para enfrentar la penosa situación familiar, sin que su marido se enterara de su procedencia, evidentemente.


Rosita creyó que sus penurias acababan, porque caía el líder de la Unidad popular, junto con su administración y era reemplazado por un gobierno de militares. Rápidamente se unió a la causa de la Reconstrucción Nacional, eufemismo que usaron los jerarcas de la época para denominar a su proyecto de dominación y se unió a la agrupación de CEMA Chile, comandada por la esposa del general en jefe del gobierno. Incluso se rio de buena gana cuando se enteró que un desconocido dibujante norteamericano la dibujó (ella dedujo que había utilizado fotos de Barks), posando como una cosmonauta soviética. Lo atribuyó a que su breve carrera de pin up la había realizado durante el gobierno izquierdista anterior, por lo que el anónimo artista se había confundido.


Trabajabando denodadamente para su familia y la causa de los nuevos patrones nacionales fue invitada a una recepción de militares y esposas. Los lascivos ojos de los uniformados se posaron en su bella figura y recibió una sugerente invitación a una reunión privada con los mismos. Se negó tajantemente y abandonó el lugar indignada. Ante tal negativa, algunos mandamases pidieron investigar a esa china que declinaba de una manera tan altiva una invitación que las mujeres más hermosas del país aceptaban gustosas. Detectar su supuesta vinculación con el comunismo internacional (debido a la imagen de la astronauta) y llevarla a un centro de detención fueron acciones que se sucedieron en sólo una noche.
Rosita comenzaba su calvario. Fue dejada en libertad tiempo después sólo luego de comprobar, con apremios espantosos, que era una alma libre cuya conciencia reducida no le permitía entender en lo que se había involucrado. Su marido se enteró de su pasado de modelo erótica y su supuesta inclinación socialista y se convirtió en un torturador más. Rosita, con lágrimas en los ojos, lo abandonó y se sumió en el más trágico de los silencios. Hasta que con el advenimiento de la democracia, intentó que repararan su vida mancillada. Fue inútil. Los distintos gobiernos concertacionistas no desearon involucrarse, según ellos, con una mujer que había coqueteado abiertamente con el marxismo más extremo y con la dictadura nacional más cruenta de que se tenga memoria, sin considerar que había vivido una vida licenciosa. Además sus detractores, al enterarse de todo, la utilizarían para atacar duramente a las nuevas administradores de palacio.
Termino estas palabras teniendo a Rosita González, ya de casi setenta años marcados en su rostro y absolutamente sola, frente a mí. Le consulto por la opinión que posee de todas y cada una de las personas que desfilaron por su vida, incluyéndome a mí en su calidad de cronista, luego de su lastimoso periplo. Creo que la última imagen de esta narración contesta con creces tal pregunta.