sábado, 20 de julio de 2019

Consejo de profesores. El anti - decálogo.


1. Llegarás puntualmente al lugar de reunión para que tus colegas, ya asistentes, no se burlen de ti.

2. Aunque llegues preparado con tu presentación, la mayoría de los colegas harán como que te oyen, pero estarán más interesados en mandarse mensajes por whatsapp.

3. Solo tus jefes (as) y las (os) compañeras (os), que no tiene vida propia y son chismosos, tomarán atención a lo que preparaste con tanto esmero.

4. Lamentablemente a la hora de votar por una moción, castigo o premio que tú propongas, la tendencia la tendrá el sufragio emocional.

5. Una vez que expongas, guarda silencio y diviértete con todo lo que ocurre alrededor. Se puede perder hasta la dignidad, menos el humor.

6. Cuando un (a) colega expone y se nota que está improvisando, ríe para tus adentros. Únicamente el (la)  Director (a) sufrirá, ya que le acaba de costar $ 1.500.000 (colegio privado del sector oriente de la capital) $ 1.000.000 (colegio particular subvencionado) y $ 750.000 (colegio municipalizado) la hora desperdiciada que duró la penosa pérdida de tiempo.

7. No te duermas mientras dure la reunión. Recuerda que hay malintencionados con celulares que no trepidarán en fotografiarte y subir la imagen a una red social.

8.  Si eres un monologador empedernido, reprímete. Por mucho que gustes de escucharte, recuerda que prácticamente nadie te está prestando atención.

9. Si la (el) jefa (e) los hace sentarse en círculo, ten siempre presente que es un pésimo momento para usar notebooks, celulares o mirar, subrepticiamente, a colegas con faldas cortas y con piernas tonificadas y bien torneadas.

10. Si se da por terminada la reunión, que absolutamente a nadie se le ocurra intervenir con una opinión, alcance u observación en ese momento. Vive y deja vivir.

Bonus track para los alumnos: Es un mito del porte de una catedral gótica que se hable mal a espaldas de ustedes en estas reuniones. La mayoría desea que estos encuentros acaben lo más pronto posible.

viernes, 19 de julio de 2019

Breves historias del Matadero Franklin (1). Un pololeo interruptus.


Corrían los últimos y complejos años setenta del Chile Pinochetista. Ser adolescente de la timorata clase media criolla, hijo de un admirador del dictador, estudiante de secundaria en un colegio de momios y habitante vernáculo del Barrio Matadero – Franklin, me asemejaban a un personaje de película clase B, cuya banda sonora es acometida por unos instrumentistas saltimbanquis que tañen sus instrumentos al borde de una cornisa (sin que nadie se entere, claro está).

Ya mis hormonas habían realizado su trabajo y, a pesar de un comienzo titubeante, las féminas no eran ya unos seres angelicales imposibles de abordar. Marcelita era un metro y cincuenta y nueve de pura belleza y energía. El reloj daba las 9.15 de la noche y nos encontrábamos besándonos apasionadamente cerca del dintel de la puerta de su casa, ubicada en el Pasaje San Alfonso. Las luminarias eran unas excelentes alcahuetas de nuestro idilio, porque apenas alumbraban el lugar.

De un momento a otro, Marcelita me lanzó hacia atrás y su respiración se detuvo. En la entrada al pasaje, que topaba con la calle Enriqueta Figueroa, una intimidante figura se dibujó en las sombras. Era un hombre de mediana estatura, que a medida que se acercaba develaba sus formas. Un camisón blanco de tela gruesa, pantalón de idéntico color, faja y botas de goma negra rústicas, chorreado de sangre, tanto el pecho como las piernas y con un astil y cuchilla de hoja larga, cruzadas al cinto. Era el padre de Marcelita, que laboraba de matarife en Lo Valledor, el gran lugar faenador de animales que había absorbido a los sobrevivientes de la muerte del Matadero – Franklin.

- ¡Marcela, pa’entro! espetó ese proyecto de asesino serial, luego de dirigirme una mirada de odio que me traspasó cual bala de gran impacto.

Cuando volví en mí, me encontré solo y temblando de pies a cabeza en ese pasaje penumbroso y de pesadilla. Corrí a refugiarme a mi casa, mientras el tiempo y la distancia se volvían relativos. La desaforada carrera que inicié por la calle San Francisco, pasando por el Pasaje Santa Ana y el viraje por Bío Bío eran semejantes a nanosegundos de mi espinillera vida. Al tenderme en mi cama y calmarme, entendí que cerca me encontré de ser destazado, cual res condenada a ser trozada sin ningún miramiento.

Al día siguiente, mi papá me pidió acompañarlo a comprar los insumos a la vega, ya que su Pensión Matadero así lo requería. Caminábamos por la desaparecida calle explanada que recorría de Arturo Prat a San Francisco. Íbamos pasando frente al desaparecido retén de Carabineros, cuando diviso a Marcelita y su padre que se encontraban en dirección de colisión contra nosotros. Un escalofrío me recorrió mi lomo vetado. El hombre esta vez vestía de pulcro terno dominguero, muy alejado del tenebroso atuendo de matarife de la noche anterior. Cuando Marcelita se dio cuenta que era yo y viceversa, un pacto inmediato surgió de nuestros lenguajes corporales. Yo no te conozco. Además de encomendarse a todos los dioses del universo y que las penumbras y la escasa luz eléctrica de la peligrosa experiencia pasada hubieran hecho su trabajo, para que su padre no me reconociera.

Nuestros pasos nos acercaban cada vez más. La tensión ya era insoportable, cuando de improviso surge la magia…
-¡Don Tito! ¿Cuánto tiempo sin verlo! Dijo el padre de Marcelita. Con una voz bonachona, absolutamente fuera de programa.
- ¡Carlitos! Pero si ya ni te distingo. ¿Y esta señorita? ¿Es tu hija?, añadió mi papá.
- ¡Sí! Es Marcela. Y el joven, ¿es su hijo?

Lo que siguió fue digno de la más infame puesta en práctica del concepto hipocresía. Saludé a Carlos con un apretón de manos, intentando adivinar en su mirada si aún me reconocía y expresando el saludo más frío que me había salido hasta le fecha, hacia Marcelita. Ya desembarazado de esa agonía, continuamos el recorrido con mi papá. No pude dejar de fantasear con ese momento. Al padre de Marcelita, que nunca supo que había saludado al sátiro que intentó abordar a su pobre e inocente hija la otra noche. Por otro lado, a mi progenitor que no bailaba muy bien el ritmo de ese barrio y que ni se enteró que su hijo, quien estaba destinado, según él, a ser príncipe sin jamás merecerlo, pololeaba con la hija de un matarife.

…. Como les explico…(lo intentaré al modo del Matadero – Franklin). Mi viejo se fue a la tumba siendo siempre un levantado de raja. Y yo, un habitante que tenía los días contados en ese barrio bravo, pero no para ejercer un principado esquivo cuando abandonara ese mítico lugar, sino para ser un picado a choro del puerto, que nunca pudo ser.