miércoles, 13 de mayo de 2009

El cabello ubicuo


Esta semana no gané para sustos. Apenas me subí al bus-pullman que me llevaría a la V Región comencé a corregir pruebas y pruebas y más pruebas. Tan concentrado me encontraba en mi rutinaria labor, que no reparé en un cabello que colgaba cerca de mi sien. Lo cogí y me deshice de él echándolo por la borda, es decir, al pasillo del vehículo. Continué con afán y por unos minutos mi tarea, pero el pelo se encontraba nuevamente en mí. Esta vez en mi oreja izquierda. Lo quité con desdén y lo deposité bajo mis piernas. Retomé la correción de papeles y ahora se alojó en una de las hojas de mis alumnos.

- Uno no es ninguno, dos es casualidad y tres es costumbre, pensé para mí. Analice el objeto en cuestión. Era de extensión moderadamente larga, ergo era de una mujer. Si bien se encontraba liso en una de sus mitades, la otra era de un crespo artificial. (Ergo nuevamente) era de una fémina que se preocupaba de su apariencia. Observé a mi compañera de asiento ocasional que dormía plácidamente. Cero posibilidad, era de cabello corto y completamente liso. El auxiliar, que se movía de un lado para otro, era un muchacho y además imberbe. El viento no pudo alojarlo en mí, ya que el bus se encontraba con sus ventanas cerradas, porque el otoño ya había hecho su estreno hace una semana. Vencido por las posibilidades examiné el color de tal hilo natural. ¿Café, colorín o trigueño? Mala decisión. Siempre he tenido serios problemas para identificar los colores correctamente. No es que sea daltónico, sólo que no se me da la Rosa Cromática. La Paty (perdón, la Srta. Patricia Orellana, profesora de artes Plásticas de mi adolescencia setentera) siempre me decía:

- Tito, lo suyo no es color. Dedíquese al Arte Op y no salga del blanco y negro.

¡Vaya valiente consejo! Derrotado, cerré los ojos. Fue entonces cuando un onírico Arquímides vino en mi ayuda y me iluminó. La noche del viernes había soñado que nos besabamos apasionadamente con una bella mujer en la parte trasera de un auto. Sus labios eran nueve veces más dulces que la miel, ambrosía pura; y su perfume me embriagaba como un Baco que se abandona a su maravilloso vicio. Al llegar a mi casa, mi piel estaba impregnada con su presencia y sobre mis hombros tres cabellos de su autoría se encontraban firmemente asidos. Esta semana no gané para sustos, pero esos cabellos, como dijo aquella vetusta ave de los santos días idos... no me abandonarán nunca más...