miércoles, 19 de diciembre de 2018

Un mundo paralelo


Fue en el segundo lustro de los convulsionados años sesenta que mi padre me llevaba al Estadio Nacional por vez primera. Era solo un niño, el que frisaba su edad entre los cinco y siete años. Mientras él veía los partidos de Colo Colo, los clásicos universitarios y los tatoo de la escuelas matrices del ejército, yo correteaba solo o con amigos eventuales, las graderías del coliseo sin más horizonte que el de divertirme, sin conciencia del entorno.

Era el año de 1970. El país se preparaba para uno de los períodos más intensos de su historia contemporánea. Mi padre ya había realizado su trabajo con ahínco y dedicación. Su hijo era albo de corazón y vibraba con el campeonato número 10 del cacique. Asistí a la noche de Elson Beyruth, en donde le ganamos una final increíble a la entonces, poderosa Unión Española de Honorino Landa, Angulo y compañía, con dos goles del astro brasileño. Mi amor por el fútbol y el Colo Colo ha sido total desde entonces.

Habiendo dicho lo anterior y, en mi calidad de consumidor consuetudinario de contenidos futbolísticos, me pregunto. ¿Por qué nuestro periodismo deportivo no se ha ido desarrollando a la par de nosotros, los hinchas?

Como nunca antes han proliferado programas televisivos y radiales de fútbol, en donde periodistas y ex - futbolistas se sientan y comentan el acontecer de los tres equipos de mayor convocatoria nacional, tres o cuatro veces al día. Los siete días de la semana. No me opongo a la hiperbólica cantidad de programas diarios (el que no desea consumir, que se cambie de canal o dial), como tampoco a los onerosos estipendios que reciben por su trabajo. Mi crítica es otra.

Estos comentaristas y los otrora, glorias del balompié, durante aproximadamente una hora (por programa) y con escaso rigor investigador, debaten como si estuvieran en la hora de un estresante consejo de curso de estudiantes de Enseñanza Media. En sus exposiciones, se hacen carne argumentos en los que solo especulan, caen en falacias y post - verdades.

Las comparaciones, como expresa el dicho, son odiosas. Sin embargo, a veces ilustran un punto. Los programas argentinos, mezclan información pertinente, entretención y glamour. Mientras que los nacionales, discuten, o más bien pelean, como si se tratara de un tema trascendente para la humanidad, reflexionan sesudamente acerca de contenidos ("que alguien les contó por ahí") y analizan, rudimentariamente lo que ocurrió ese día en un partido de fútbol.

Tal vez, cuando entiendan que el fútbol es un espectáculo que debe maravillar a todos, dejen de ser amigos de futbolistas y realicen su trabajo de periodistas (aunque lo que descubran no sea agradable para sus relaciones sociales) comprenderán que deben aprender más sobre el juego mismo y entregarán un producto de alta calidad, en el que nos beneficiaremos todos los amantes del fútbol criollo.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Alter ego

Su debut no pudo ser más auspicioso. Bajó por la escalera de caracol al salón principal del café El Círculo y de inmediato capturó la atención de todos los parroquianos del lugar. Sus escandalosas curvas, su prominente derriere y la sensual belleza exótica de su rostro, conformaban un diabólico cóctel. De inmediato, las ventas del negocio subieron como la espuma y se convirtió en la prima donna de los cincuentones que pululaban el antro.

Las tímidas, pero lascivas miradas, los infantiles regalos y las generosas propinas comenzaron a dañar su espíritu. Se creyó la novia de la boda y, en consonancia con aquello, se dio ínfulas de diva, observando a sus compañeras de trabajo por sobre su torneado hombro y escogiendo con pinzas a los clientes que gozarían con su compañía. A los afortunados solo les permitía mirar, jamás tocar y, cuando su humor se lo permitía, cruzar algunas palabras.

El tiempo transcurría de manera monótona y ella ya no recordaba desde cuando se encontraba trabajando en el café. Días, semanas, años... El tedio y su creciente vanidad,  minaban su carácter y se volvía insoportable para las otras ninfas. Fue entonces cuando ocurrió. Descendió, provocativamente, como cada día, la escalera de caracol y se encontró de sopetón con una mujer, que si no la tuviera frente a sus ojos, daría la impresión que se miraba en un espejo. El mismo talle, diminuto vestido y mirada tentadora, salvo un tatuaje de Asmodeo en el antebrazo izquierdo. 

La otra se posesionó de inmediato del lugar, arrebatándole miradas y clientes. La estrategia era simple. Atender a cada uno como si fuera la persona más especial del lugar. Intentó imitarla, sin embargo, su naturaleza torcida hacia la petulancia le impedía tal propósito. Extrajo con desesperación una carta que creyó infalible. Recordó, de cafeterías anteriores, el protocolo del minuto feliz. Le enseñó su prominente busto desnudo a quien quisiera, pero los parroquianos ya habían cedido ante el preferencial trato de la socias.  

Fue en ese instante que la bella logró comprender su sino. El último parroquiano que atendería en esa vida, la esperaba con actitud displicente. Por vez primera, bajó las escaleras de caracol un piso más abajo de lo acostumbrado. Este acababa en el amplísimo y exclusivo sótano del café. Asumiendo que la elevada temperatura de la catacumba inexplorada por ella, desdibujaría el maquillaje de su rostro, que le había costado una enormidad diseñarlo para esa singular cita con ese peculiar cliente, dirigió sus temblorosos pasos, ya entregada a su suerte.