domingo, 24 de febrero de 2019

Matadero Franklin, la leyenda del cabro. Una novela del futuro pasado. (Seudo - crítica literaria)




Me crie en el barrio Franklin. Del momento en que me llevaron desde la maternidad a la calle Bío Bío, casa 731; hasta que abandoné el Matadero para estudiar pedagogía en la Católica de Valparaíso. Viví mis primeros diecisiete años de vida en ese lugar, durante las tumultuosas décadas de los sesentas y setentas. Un día del año 2018, vi la novela de Simón Soto en una librería del centro de Santiago. Con los recuerdos de mi infancia y adolescencia que comenzaban a revivir en mi cabeza, ingresé al local y compré Matadero Franklin. La leyenda del cabro. Despaché sus 328 páginas en dos días. Primera conclusión: Don Simón sabe contar y atrapa con su relato. Creo que su gran cantidad de capítulos, resueltos en no más de dos a cinco carillas cada uno, le dan agilidad a la lectura. De igual manera, la predominancia de un estilo narrativo directo y una visión omnisciente y brutalmente realista, muestran imágenes vívidas de un barrio con personalidad y leyes propias.

Lo de imágenes vívidas me llevan a la segunda conclusión: El autor investigó a fondo la época, el lugar, los personajes y las acciones, convirtiéndolas en un mosaico narrativo muy verosímil. Los pleitos entre maleantes, las relaciones de poder, el machismo exasperante y las mujeres aguerridas que sobreviven en un mundo hostil son temáticas contadas con propiedad y detalle. Mención aparte merece la descripción de la particular cocina del barrio Franklin, si bien no opta por un lirismo, al estilo de Laura Esquivel, sus cazuelas, arrollados y perniles, sazonados con los condimentos propios de Franklin, se leen y se saborean al mismo tiempo. Es esa comida popular que sobrevive y que se consume en varias cocinerías o pensiones del lugar hasta el día de hoy.

Si bien la época elegida por Soto transcurre entre los años 1943 y 1946, algunos de los acontecimientos narrados podrían tener perfecta cabida en el Franklin de hoy. Me refiero al poderío intratable del macho, aplicado violentamente sobre las hembras o las escasas féminas que sobrevivieron y aún sobreviven en ese espacio de marginalidad. Aun más, el editor, a mi juicio, acierta al aseverar en la contratapa de la novela, que la mayoría de ese mundo, sus singulares protocolos y la particular visión de sus habitantes feneció con el advenimiento del golpe de estado encabezado por el general Pinochet. No en vano, y a poco andar de la instauración de esa dictadura cívico - militar, el Matadero, en su condición de faenador de animales, es defenestrado y sus sobrevivientes reubicados en el populoso Matadero Lo Valledor, dando una puñalada artera a uno de los personajes que encarnaba la quintaesencia del barrio. Me refiero al matarife. Pero el resto de sus personajes arquetípicos aún sobreviven en las sombras.

 Un último apunte de esta interesante novela me merece la figura del Cabro Carrera. Entiendo que es una obra de ficción basada en hechos reales y que el autor altera los nombres y acontecimientos para proteger (y creo también para protegerse), a inocentes o malos entendidos. Se muestran, con pluma diestra, los inicios de este anti – héroe y su ascenso en la pirámide social del hampa de la época. Pero, como ex – habitante de Franklin me asaltan algunas dudas (que no tienen que ver necesariamente con la obra de Samuel Soto). Yo tuve el extraño privilegio de conocer, siendo niño y adolescente, a Mario Silva Leiva. Su figura, si bien infundía respeto reverencial entre sus pares, contrastaba con su patética relación con la autoridad (léase Policía de Investigaciones [P.D.I] y la policía uniformada). En varias ocasiones presencié cómo estos lo detenían o apresaban a sus cofrades. El espectáculo era digno del peor guion cinematográfico. No solo no se resistía al arresto, sino que se lanzaba al suelo y comenzaba a llorar como una magdalena, antes de cualquier apremio violento (no en vano, en la interna de la P.D.I. era conocido con el mote de “El llorón”). Mientras se llevaba a cabo este operativo, los parientes del Cabro salían a la calle dando alaridos y gesticulando ampulosamente, sin intentar siquiera un tímido rescate. Aún más, cuando algunos indeseables del hampa santiaguina, y que tenían cuitas con Mario Silva Leiva, se enteraban que era detenido, corrían despavoridamente a esconderse, ya que el Cabro los delataba de inmediato, tal vez para que las golpizas que se le venían bajaran un tanto de intensidad. Esta desclasificación de hechos contrasta con la figura idealizada que se tiene del protagonista, que insisto, en la novela de Soto no se percibe. Solo deseaba intencionar un téngase presente.

Barrio Franklin. La leyenda del cabro, es una obra literaria altamente recomendable. No solo para los que vivimos en ese singular espacio y que nos traerá reminiscencias de nuestros años idos, sino que también a los lectores que conocen este mundo del hampa chilena solo por los medios de comunicación o de oídas. Esta narración los acercará a un mundo criollo ya extinto de la realidad actual, pero vigente en la memoria de quienes, como Samuel Soto, intentan rescatar ese Chile pre – autoritario y cuyo destino se torció por intereses de una clase dominante que vive dando la espalda al resto de los habitantes de este país ubicado en el fin del mundo.

Matadero Franklin, La leyenda del cabro
Autor: Simón Soto
Editorial Planeta.
Santiago de Chile. 2018
Número de páginas: 328.


miércoles, 13 de febrero de 2019

Crónica de un buceo inesperado.


El viernes 18 de enero del año 2019 quedará marcado a fuego como uno de los días maravillosos de mi vida…

Había ahorrado mis buenos pesos durante el año 2018 y me regalé unas vacaciones en Cartagena, Colombia. Nada de andarse con pequeñeces. Veranear con estilo y en un balneario top del Caribe. A Yolanda se le iluminó una bellísima sonrisa en su rostro cuando se enteró de la invitación y la buena nueva. Contamos con impaciencia los días y los preparativos duraron hasta el día anterior al vuelo.

Luego de una parada en Bogotá y un breve viaje aéreo, nos encontrábamos en una de las ciudades más onderas que he conocido… Cartagena de Indias. Me ahorraré las vicisitudes de los días de asueto, ya que entraré de inmediato en materia.

Contratamos un tour a una de las numerosas islas que posee esa hermosa costa. Ya su nombre evocaba ensoñación. La Isla del Encanto. Nos embarcamos y, luego de un viaje de no más de una hora, arribamos a un lugar de maravilla. Mar de color turquesa, arenas blancas, clima tropical y una vegetación que explota en verde por doquier.

El tour cubría todo… casi todo. Nos ofrecieron tres actividades simultáneas anexas al pago. Una visita a un espléndido espectáculo de delfines y tiburones gato, un buceo en corales de la isla y ya el tercero se me escapa, porque la segunda opción acaparó toda mi atención. Convenimos con Yolanda y ella se decidió por el show acuático. Por nada del mundo me secundaría en mi aventura submarina. Sus pies en tierra firme y no se hable más del asunto. 

A las 11.30 hrs., llamaron a los aspirantes a hombres y mujeres – ranas. Nos facilitaron aletas y, al probármelas, un sentimiento de leve angustia me atrapó por unos segundos. Yo soy un hombre de escritorio y de sala de clases. Actividades que se ubican en las antípodas del intrépido aventurero de los mares en que me quería convertir. Más aún, cuando mis compañeros ocasionales de inmersión no pasaban de los cuarenta años y se aspectaban duchos en la materia. La breve inducción acerca de la técnica del snorquel que nos aplicaron solo acrecentó mis temores incipientes.

Abordamos la espaciosa lancha y el monitor nos informa que la actividad se realizaría mar adentro. Mi corazón ya se me salía por la boca. Pero… ya estaba aquí… y me repetía un mantra que paliaba en parte mi sensación de fragilidad: “Uno se arrepiente más de lo que no hizo, que de lo que realmente llevó a cabo”.


Nos detuvimos en algún lugar de ese inmenso Mar Caribe (la isla apenas se divisaba en lontananza). – Muy bien muchachos ¡Aletas puestas, máscaras bien sujetas y al agua!, dijo el monitor.                                               Me senté en el borde, mirando el líquido elemento que estaba más oscuro que nunca. Era el último momento de arrepentimiento que me quedaba. Salté al vacío, cual suicida entregado a su suerte. Emergí casi al instante y me aterré al verme en la superficie de esa masa de agua salada. Fue en ese momento en que el instructor nos da la orden de seguirlo e introducir la cabeza dentro del agua…


Fue un cambio radical. El fondo se iluminó como por encanto (al igual que el nombre de la isla) y mis ojos no darían crédito a lo que presenciaría durante la hora y diez minutos restantes. Eran corales interminables y de las formas más caprichosas e increíbles que había visto. Predominaba el color sepia y el azul paquete de vela y las profundidades iban desde los tres a los seis metros. Los peces solitarios, los bancos de peces y otras pequeñas criaturas marinas iban apareciendo como en un perfecto programa de variedades. Yo observaba toda esta maravilla desde arriba. Me daba la impresión de estar volando por el cielo y ser testigo de un Jardín del Edén acuático a mis pies. 

Ni siquiera el haber llegado a una fosa de veinte metros de profundidad me amilanó. Ya se sabe que el sol ilumina hasta cierta profundidad y la boca negra que divisé me hizo recordar, por solo unos instantes esas cavernas plagadas de monstruos literarios y cinematográficos. Abordamos la embarcación, luego de la singular experiencia y enfilamos la proa hacia la isla. Al encontrarme con Yolanda a la hora del almuerzo, no me pude resistir. Lloré frente a ella casi como un niño por la emoción de una de las experiencias más maravillosas que he experimentado. Al verme, entendió que ameritaba mostrarme vulnerable y más humano que nunca.   

P.S. : Juro por todo los sempiternos dioses que las fotos que se adjuntan en este texto son verídicas y que el tipo con mascarilla y traje de baño azul soy yo. ¡Aunque usted, no lo crea!