Esta mañana, hacia las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron arrancados de su sueño por los espantosos alaridos procedentes del cuarto piso de una casa situada en la rue Morgue, ocupada por madame L'Espanaye y su hija, mademoiselle Camile L'Espanaye.
("Los crímenes de la calle Morgue". Edgard Allan Poe)
Mi nombre es Ramiro Peñaloza y trabajo hace ya cuarenta años en la Brigada de homicidios (BH) de la Policía de Investigaciones de Santiago de Chile. Me encuentro ad portas de mi retiro voluntario y mis superiores me acaban de encargar la misión de aclarar una serie de homicidios ocurridos en la comuna de Ñuñoa. Un sector apacible, que no califica ni de lejos para acontecimientos de sangre.
Con la sargento López recibimos el dossier y nos enteramos que los occisos ya se contaban en tres. Solo en el último evento un vecino estampó la demanda ante fiscalía, razón por la cual los laboratoristas del Departamento de Medicina Criminalística ya habían realizado su trabajo pericial en un departamento de un condominio de la Avenida San Eugenio, frente al parque del mismo nombre.
Al ingresar hubo que utilizar mascarillas, ya que el hedor era insoportable. Un desorden que semejaba al paso de un temporal que había arrasado aquel lugar nos dio la bienvenida. Grandes manchones del vital y carmesí elemento diseminados por paredes y pisos y un cadáver en tal estado de deterioro que aborrecía la vista y completaba el macabro cuadro. Las facciones humanas de su rostro se encontraban desfiguradas. Sus extremidades fracturadas y magulladas y su esternón, salvajemente a la vista, recubierto de cartílagos y trozos de carne daban una visión de pesadilla no recomendable para almas sensibles.
Revisé en detalle los cuartos restantes, en donde se reproducía el dantesco pandemonium de la habitación principal. Fue en ese momento que la sargento López se acercó y me susurró al oído:
-Peñaloza, los de criminalista me acaban de informar que testigos escucharon gritos y ruidos intensos, luego de un silencio sepulcral. Lo extraño es que cuando llegaron los primeros agentes tuvieron que forzar la puerta de entrada, que se encontraba asegurada desde dentro.
- La escuché y, sin realizar un juicio preliminar de sus palabras, le retruqué torpemente - ¿Y que hay con aquello Sargento?
Me miró con una rictus burlón en su boca y sabiéndose, por unos instantes, superior a su comandante, me arrastró por el suelo diciéndome: - Peñaloza... estamos en el piso catorce.
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