miércoles, 14 de mayo de 2025

Depredadores tóxicos (4° parte)



Por las dudas, le solicitamos a dos nóveles agentes que vigilaran a la pareja. Uno de ellos, Matías, trabajaría encubierto de pordiosero y el otro, Fernando, de vendedor callejero de cigarros de dudosa calidad. La idea sería ver los movimientos de ambos, con quienes se relacionaban y sus hábitos durante el período de trabajo.

los primeros días no se avanzó significativamente. Tanto él, como su pareja se dedicaron a su negocio de venta de ropa usada. El hombre asumiendo el rol principal y la mujer, sentada por horas al fondo, adosada abúlicamente a su celular. Los siguieron a distancia a su domicilio, pero nada significativo que reportar, salvo el tedio de la bella y el malhumor de él. Les llamó la atención la pequeña casa en donde la pareja habitaba. Era sólida y totalmente cercada por muros y alambres de púas que rodeaban todo el perímetro. Daba la impresión que no deseaban visitantes y que los transeúntes no se enteraran de lo que ocurría en su interior. Consultados algunos vecinos del lugar, nos comentaron que llegaban siempre a la hora del crepúsculo y se encerraban hasta el amanecer. No interactuaban con nadie, especialmente el hombre y en ciertas noches del mes se sentían extraños ruidos, que en sordina, semejaban a gruñidos y chillidos indefinibles.

las hipótesis surgían en un desorden propio de la rareza de la situación.¿ Al interior de ese domicilio se dedicaban a la crianza de animales salvajes? (que era descartada por inverosímil). ¿Realizaban rituales ancestrales? (esa dio como consecuencia la risotada generalizada de la legación policial). ¿Posesiones, vudú? Y otras variopintas conclusiones bizarras que daban cuenta de lo extraviados que nos encontrábamos. Sin embargo, hubo un avance. Fernando, nuestro agente encubierto, logró establecer una conexión con la mujer, ya que esta comenzó a comprarle cigarrillos. Nos enteramos que se llamaba Pardal y era oriunda de Maracaibo. Aunque gran parte de su infancia la vivió en la Amazonía venezolana y pertenecía a la etnia de los Yanomamis, al igual que su pareja, cuyo patronímico era Machín, con quien sus padres la emparejaron por una conveniencia económica que se fue diluyendo, ya que era una promesa de barro.

Felicitamos a Fernando por su acucioso trabajo policíaco y lo instamos a profundizar el vínculo. En los días siguientes, la relación de contertulio con Pardal se solidificó. Pero sucedió lo inevitable. El pequeño hombre apareció de improviso y sorprendió a nuestro agente conversando animadamente con ella. Machín insultó a nuestro agente y de un empellón lo expulsó del pequeño local.  Fernando se rehízo y de un solo golpe de puño lo tumbó, dejándolo aturdido. El agente nos dio un detallado reporte de lo acontecido y, lamentablemente, quedaba descartado como elemento encubierto. Llegó el anochecer de ese ajetreado día. Cuando estaba a punto de retirarme del cuartel, una llamada de Fernando, en un estado de sobresalto extremo, daba gritos a través del celular. Unas gigantescas sombras lo acechaban desde su terraza e intentaban ingresar a su departamento, ubicado en el piso diez del condominio, según sus atropelladas palabras. Con la sargento López nos dirigimos raudos al domicilio del colega, mientras reportábamos la situación, pidiendo refuerzos.

El ascensor nos llevó al piso de Fernando. Se escuchaban horrorosos alaridos al interior del departamento y unos bramidos que aterraron a sus vecinos. La puerta de entrada se encontraba cerrada con pestillo. Disparé dos tiros a la cerradura y de un puntapié la abrí de par en par. Lo que vimos con la Sargento López nos heló la sangre y nos paralizó por algunos segundos.

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