Pareces un ángel,
caminas como un ángel
hablas como un ángel,
pero me volví sabio.
Eres el diablo disfrazado.
("Devil in desguise". Elvis Presley)
Laura ingresó a la habitación proveniente del tocador. Vestía un negligé transparente que exhibía plenamente sus encantos. Un porte de un metro y ochenta centímetros. Cabellera azabache que caía graciosamente por su nívea espalda. Unos ojos verdes gatunos y embrujadores que adornaban un rostro perturbadoramente adolescente. Su figura rayaba en la perfección. Senos eréctiles y turgentes. Caderas anchas. Cola erguida y unas piernas largas y torneadas. Se deslizó lentamente hacia la cama que ocupaba, ya desnudo, un impresionado y nervioso oficinista de edad mediana. Dejó que el incauto se apoderara torpemente de unos de sus pechos y cuando intentó penetrarla, la bella cambió de un tirón la postura, quedando sobre su víctima. Con el control total sobre la situación, bombeó lentamente en un principio, para luego intensificar el ritmo. El hombre se regocijó, sintiendo que solo ella y él existían en este mundo. Sin embargo, comenzó a sentir que el aire escaseaba en su pulmones y unas terribles convulsiones se apoderaban de su persona. Con sus ojos vidriosos alcanzó a observar por última vez a Laura y su penetrante mirada, que en ese preciso momento encandilaba todo la pieza del motel. Sintió que algo extraño abandonaba su persona para siempre. La bella extrajo de su cartera un bolsa negra plegable. Con una extraña fuerza y pericia embutió el cuerpo sin vida del desgraciado en ella y lo lanzó por la ventana. Abandonó la pieza. Se dirigió hacia su pequeño celerio del color ámbar. Abrió la cajuela y dejó caer el bulto dentro de ella, alejándose, sin prisa, de aquel nido de amores fugaces.
Dirigió su coche a la comuna de Maipú, ubicada al poniente de Santiago de Chile. La rutina la había vuelto una experta. Extrajo la bolsa. Recorrió un corto trecho del vertedero ilegal y depositó el bagayo entre unos escombros. El cadáver podría permanecer por largo tiempo descomponiéndose en ese inmundo lugar y, si era descubierto, absolutamente nada podría relacionar a ese desdichado con Laura. Había perdido la cuenta de la cantidad de víctimas a su haber. Solo en esta tierra del fin del mundo se contaban por decenas. Volvió a su coqueto departamento ubicado en pleno centro de la ciudad. Se dio una reparadora ducha y se preparó para ir a su trabajo de medio tiempo. Sus provocadoras prendas íntimas le calzaban a la perfección. Enfundó sus firmes muslos en una medias caladas blancas. Luego se sentó frente a su espejo iluminado del dormitorio y se acicaló diestramente su cara y cuerpo, convirtiéndose en una sensual mezcla de niña terrible y muñeca finísima. Dirigió sus pasos hacia el Mahal Kita, un café con piernas del paseo peatonal de la calle Estado. Puntualmente llegó y marcó su ingreso a las trece horas. El uniforme del día era un mini vestido negro con la espalda descubierta, rematando en unos zapatos de taco aguja que estilizaban aún más su imponente figura. Aquel antro era su centro de operaciones. Reinaba sin contrapeso y las otras ninfas eran su corte. Los parroquianos se perdían por una atención suya, una mirada o un beso en la mejilla de despedida. Laura los analizaba detalladamente, buscando a su próxima víctima. Demoraba entre tres a cuatro semanas en lograr su objetivo. Los escogía, los seducía discretamente al inicio y desenfadadamente al final. Se consumaba la cita junto con el pago y, fuera del turno laboral, se ejecutaba el flamígero crimen.
Laura sabía que ya caminaba por caminos pedregosos en su actual trabajo. Su vastísima experiencia le indicaba que no más de seis meses era el tiempo máximo que debía permanecer en cada establecimiento. Luego del tercer cliente habitual que desaparecía para nunca más volver, podrían atarse cabos y vincularla. Por ello, le comunicó al administrador que dimitía. Que su bella rock star se fuera era una herida en la economía del café que costaría sanar. Este le suplicó en vano. Ya era una decisión irrevocable. A los pocos días se encontraba laburando en el Diosas y Gatas. Los cafés con piernas se habían convertido en su trampa ideal. Ingresaban una mayoría de hombres solitarios, cincuentones, con poder adquisitivo no menor y, la guinda del postre, con escasa red de apoyo social. Laura los olía a la distancia y comenzaba a tejer los hilos que, lentamente, amarrarían mortalmente al incauto de turno. Los impactaba con su belleza que cortaba el aliento. Se les acercaba y les rozaba levemente sus senos y sus muslos en un abrazo de bienvenida. Les hablaba al oído y los despedía con un beso en la mejilla que cada vez se acercaba, día a día, a la comisura de los labios del futuro finado. Esta vez demoró escaso tiempo en el ritual. Era un hombre alto, de carnes magras y de rostro afilado. En los días preliminares, Laura lo sedujo implacablemente. Se citaron en el motel Azul, en horas de colación. Ya en la habitación, desanudó su corbata y con lentos movimientos desabotonó su alba camisa. Le dio un leve empujón que lo depositó en la ancha cama. Luego, Laura encendió un parlante y comenzó a desnudarse al son de una música insinuante. El cliente había cancelado por un servicio completo, que incluía candentes preliminares. Acabó de desvestirse. El proyecto de desaparecido se puso de pie y ella se arrodilló, abriendo la bragueta del pantalón y cumpliendo con fruición el segundo acto de la macabra comedia. Seguido de un breve descanso, lo invitó a una ducha tibia. Se abalanzó sobre su cuerpo y a horcajadas, rodeando sus brazos en su cuello, se insertó en él. Mientras el agua caía sobre sus cuerpos el hombre conocía la gloria. Sin embargo, unos ahogos espantosos dificultaban su respiración. Sintió que el corazón le estallaba y un calor insoportable invadía su humanidad. Antes de dar su postrero suspiro, observó con estupor que Laura mutaba su tersa piel de alabastro en una roja y corrugada y que su aliento le abrasaba sus entrañas, ya que los labios de aquella monstruosidad se pegaron a los de él extrayéndole hasta la última energía que ese varón podía almacenar.
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